lunes, 15 de octubre de 2007

Yo y mis reumas blogueriles

He andado asqueada de la blogósfera, esto no es reciente, es más bien una de mis reumas blogueriles, sólo que estás no se calman ni con árnica, ni con mois (peor tantito), en resumidas cuentas un fastidio.Sigo leyendo blogs de vez en cuando, los que siempre acostumbro a visitar, aunque no siempre les dejo comentario. Y en mi afán por encontrar blogs interesantes y que no caigan en la pretensiosa dinámica culturosa e intelectualoide, me topo con bodrios, unos demasiado rebuscados y otros por demás ordinarios, total qué, como diría mi abuela: “¡Nada te complace!” Pero en realidad no es así, también he descubierto varios interesantes, de personas que se reflejan en lo que escriben y con estilo que se antoja leer hasta la anécdota más burda. Esta sensación de inconformidad o mamones blogueril, me recuerda a las tardes de café de años atrás. En tres años hube cambiado de café 4 veces. El primero era un changarrito que quedaba a un lado del colegio donde cursé la preparatoria. Cuando salía de clases, me instalaba en una mesa, desayunaba, leía el periódico, dibujaba. Se respiraba suave el fresco de la mañana en esa parte de la ciudad y en aquella mesa disfrutaba de la tranquilidad de observar una ciudad que me era enamoraba y a la cual quería mostrarme indiferente. Terminé por largarme de ahí, los chilaquiles verdes ya no eran lo que solían ser y el café de talega se volvió instantáneo, ni que decir del periódico que para la hora de salida de mis dos clases matutinas, ya estaba demasiado hojeado y ojeado. Entonces, me mudé a enfrente. Ya dentro de la plazuela encontré lugar en un café Express para oficinistas bohemios y snobs, pinta de café parisino y un guitarrero que decía ser trovador atraía a las personas. Justo donde se acababan las filas de mesas se encontraba, bueno, aún está ahí; un rinconcito plazuelero donde me encantaba ir a leer y del cual conservo montones de encuentros románticos de adolescencia, mismos que se vieron truncados por la apertura de dicho local, al principio seguía yendo a leer, pero después opté por mudarme a una mesa ya que dicho lugar también fue invadido por chavitos que patinaban y me era más molesto soportarles a ellos que las melodías y susurros del cafecito. Al principio el Express se llenaba con oficinistas y estudiantes de las escuelas cercanas, pero al cabo de un tiempo se empezó a llenar de “freaks” que estudiaban en la escuela de artes plásticas, algunos poetas frustrados, hippies nostálgicos, hasta los “punks” nos echábamos un cafecito ahí, pero los oficinistas y estudiantes no se iban. Entonces era común escuchar a lo lejos recitar un poema chorreado y cursi, en medio de carcajadas pubertas y demás mescolanzas. También al poco tiempo dejé de frecuentarlo, la excusa perfecta, el café se volvió malísimo, sabía a agua de calcetín sucio. Luego, la tienda de artesanías donde “trabajaba” se mudó a enfrente del santuario y ahí enfrente de la plazuela Rosales, abrieron un cafecito rico, muy chiquito, pero cómodo; con buen menú y unas tisanas riquísimas, yo no podía pedirle más a la vida que disfrutar del “Azul Café”, el gusto me duró poco porque en esas fechas empezaba mis ensayos con el TLAUAS y realmente me quedaba muy poco tiempo. A una cuadra del Azul café estaba el café Riquel, creo que aún está ahí, pero en aquella epoca tenía fama de un excelente café veracruzano, instalaciones acogedoras y de pronto si iban trovadores chilos, empecé yendo con los compañeros del grupo y amigos que conservaba después de la emancipación punk. Huy, era riquísimo ir por las tardes noches saliendo de ensayo ir a echarnos un cafecito (aparte estaba barato y podías tomar todo el que quisieras), se podía ir a platicar, leer, jugar scrabble o ajedrez, que era lo que más se jugaba; y pasarla muy bien. Así nos hicimos clientes, casi siempre íbamos las mismas personas, cada quien en su mesa y en su propio cotorreo hasta que pasó lo que tenía que pasar, se empezó a poner de moda y valió madre, cambiaron la música, luego la tranquilidad que se sentía ya se había perdido y lo peor, el café ya no era lo que solía ser, snif! Así que partimos hacia rumbos desconocidos, nos fuimos a meter a un restaurante-café-bar-tertulia que vendía un café tan delicioso, ni se diga del lugar, que era muy hermoso y chic. Al principio nos hacían cara de fuchi, porque acostumbrábamos a irnos con ropa de trabajo y nuestra pinta, la de Ana y mía, era demasiado informal. Casi nunca peinábamos nuestros cabellos y andábamos cargadas de triques que más que estudiantes de teatro parecíamos ropavejeras y las primeras veces los meseros nos veían con cara de: “Estas no traen para pagar la cuenta”, pero luego de varias visitas y buenas propinas hasta nos abrían la puerta y nos encendían los cigarrillos de vez en vez, si bien dicen que con dinero baila el perro. Bueno, al paso de unos meses nos sentíamos de la casa. Varios grupos de personas que acostumbraban a ir a los cafés que anteriormente platiqué, también terminaron por quedarse instalados ahí en el Bistro Miró, casualmente eran unos chavos a los que cotorramente llamábamos “Compañeros poetas” pero en tono de burla y sátira a playa girón de Silvio, ellos como nosotros, anduvieron recorriendo todos los cafés de Culiacán y siempre coincidíamos, hasta en lugares insospechables, parecía que estábamos unidos por una línea invisible. En aquel entonces, de nuestro cambio del Café Riquel al Bistro Miró, yo ya tenía este blog, pero poco escribía de la rutina. Checando el archivo veo que tengo algunos post donde publiqué algunas fotografías de aquel lugar. Pero, ¿Qué al caso esos recuerdos con mis reumas blogueriles? Pues que es la misma mierda la convivencia en cafetería que en la blogósfera, siempre terminamos encontrándonos con cosas que no son de nuestro total agrado, pero no hay más que dejarlas pasar y prestar atención a las que si consideramos importantes y sobre todo no amargarse por la estupidez mundial. Válgame Dios, pues.

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